Camille Claudel.

Conocía poco la historia de amor entre Camille Claudel y Auguste Rodin, pero si debo hablar de Camille Claudel, la suya…. la suya no es una historia de amor, sino de polvo y frío. La historia de Camille es una historia como la de muchas otras: de críticas feroces, de cómo familia y amigos le dan la espalda a una mujer independiente por su rebeldía, por su tesón, por su talento… por no ser la mujer que todos esperan de ella.

Paso las hojas llenas de polvo y me doy cuenta de que aún no estoy preparada para despedirme de este libro. No lo he leído. No he tenido tiempo. Pero su objetivo, familiarizarme con la obra de Claudel, lo ha cumplido con creces. Su biografía, en cambio, sí la devoré y espera el momento de ser devuelta a la biblioteca reposando en mi mesita desde hace días. Hago fotos del catálogo como tratando de retenerlo cerca. Fijarlo en la retina. No olvidarlo. El polvo del libro me transporta a su pelo encanecido por el yeso.

Claudel fue una niña cubierta de barro: barro en sus zapatos de correr monte arriba y barro en sus manos de modelar hasta la caída del sol. Niña de convicciones férreas transportaba sacos de tierra a escondidas de su madre desde la casa familiar en el pueblo al piso en una pequeña ciudad.

Camille tuvo en su padre el gran apoyo de su infancia. Ese padre que la invitó a soñar, a volar, a dejar libre su creatividad, ese padre que dio todo porque ella triunfase, porque llegase a ser la gran escultora que fue. En su hermano encontró ese gran compañero de batalla, siempre en eterna guerra, siempre dispuestos a guerrear entre ellos y juntos contra todo y todos. Para su madre fue siempre aquella mancha. El vestido polvoriento y dañado. Para su hermana, aquella mujer de la que avergonzarse. El manchurrón en el historial familiar.

La familia se trasladó a París, donde Camille comenzó a estudiar escultura y pronto fue acogida bajo las alas del escultor Auguste Rodin. Pronto se distanció de sus compañeras, para las que la escultura era tan sólo un pasatiempo, estando más interesadas en la vida en sociedad que en el barro y el yeso. En el taller de Rodin se sumergió en un mundo de hombres, la única escultora entre testosterona, polvo y mujeres desnudas. Blanco de burlas, una vez más, ella tan sólo siguió esculpiendo.

Rodin vio en Claudel la gran artista que podría superarlo. Y siempre temió quedar ensombrecido. Atraído por aquella mente, la única capaz de seguirle el ritmo, de entenderlo, de sacarlo de sus bloqueos creativos se convirtieron en amantes. Pero fueron siempre, ante todo, compañeros de trabajo.

La conexión entre ellos fue imposible de disimular y pronto la madre de Claudel no pudo soportar más su vida de libertad y libertinaje. Enfurecida por aquella hija que no traía sino rumores y desgracias a la familia, la echó de casa con cajas destempladas. Camille se refugió en la escultura. Pasó las noches esculpiendo en una vieja casa cochambrosa que Rodin alquiló para ella.

Como cualquier triángulo amoroso, aquella relación se convirtió en un vals de idas y venidas. Tan pronto Claudel desfallecía tallando obras para Rodin, como llena de furia se recluía en su trabajo y lo desafiaba con alguna de sus geniales obras. Camille quiso siempre y ante todo, esculpir. Vivió siempre atrapada entre aquellos encargos comerciales que le quitaban tiempo de desarrollar su creatividad y le garantizaban comida y un techo bajo el que vivir, y la obra que le daba la vida.

Camille Claudel fue una mujer culta, que leyó cuanto libro pasó por sus manos. Siempre ávida de transportar cualquier idea a un bloque de piedra. Trabajó cada hora de luz que le permitía el día, y leyó bajo las velas esperando el siguiente amanecer. Rechazó comida caliente por disponer de yeso o mármol hasta que el cansancio y el hambre se apoderaron de su ser.

Siempre alumna de, hermana de. Siempre vigilante de que alguno de los ayudantes que a duras penas podía permitirse malograra alguna de sus piezas. Así fue como la extenuación, el hambre y la deshonra un día cualquiera la llevaron directa al manicomio durante los siguientes 30 años de su vida. Con una lucidez abrumadora le suplicó a su hermano en múltiples cartas que la sacara de allí. Le habló del frío, del hambre, de los malos tratos. Nunca fue escuchada.

Blank, Irma Blank.

Miras. Distraída y desde lejos. Crees comprender lo que ves. Y entonces te acercas. Una sonrisa se te dibuja en la cara. La fascinación por lo que, pareciendo un simple garabato infantil, se perfila en un tejido entramado delicado, sutil. Sigues mirando aquellos finos hilos dibujados a boli. Como una tela vaquera hecha de vibrante tinta azul. Meses después, vi aquellas lineas rosa en anunciando la exposición de Irma Blank en Bombas Gens y supe que no me la podía perder.

I Am, Here I Am | Frieze

Tras las pesadas puertas de Bombas Gens la obra de Blank tiene su propia banda sonora. La aspereza de la pluma sobre el papel resuena y se vuelve un mantra. Un mantra que se repite sin descanso sobre papel y sobre lienzo.

«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» dijo Wittgenstein, y Blank, nos vacía de contenido ríos y ríos de tinta. Nos vacía el mundo, dejando tan sólo sus pilares: las palabras. Reduciendo las palabras a tan sólo un sonido sobre el papel. El lenguaje ya no teje nuestra realidad. Se vuelve ejercicio, ritual. Las palabras, desconocidas, se superponen creando una realidad que se nos niega, nos excluye y al mismo tiempo nos integra en el sonido de la pluma sobre el papel, en ese olor a libro viejo que se esconde tras el cristal.

Irma Blank nació en Alemania, en 1934. En 1955 se traslada a Italia, donde el choque cultural y lingüístico la empujan al estudio del lenguaje, las palabras y símbolos. La palabra, con su significado exacto, que encorseta y limita la comunicación se vuelve la idea central de su obra. Blank quiere «salvar la escritura de la esclavitud del sentido» y trata por todos los medios de encontrar un punto de partida diferente, una página en blanco.

La minuciosidad obsesiva de su trabajo salta a la vista, de pared en pared. De papel a espejo, de tinta al óleo o la acuarela. La octageneria desembarca por primera vez en España, sigilosa pero innegable. Con el aplomo de una vida entera dedicada al estudio y la creación. Como muchas, ha disfrutado de la plenitud creativa alejada de los focos. El reconocimiento ausente, hasta que, disfrutada la vida entera, ya no hay opción a malograrse. Y, ahora sí, calidad asegurada (muerte próxima, obra completa), es merecedora de la atención y la buena crítica. Quizá algún día apostemos fuerte por mujeres jovenes. Nos arriesguemos a aplaudir a quién pocos años despúes pierda su fuerza (o rescatemos de la miseria la próxima gran artista). Mientras tanto, disfrutaremos de nuestras octagenarias.

Georgia O’Keeffe y el arte de no gustar.

Tras ver cómo la exposición de Invitadas se me escurría como arena entre las manos sin que se levantase el confinamiento perimetral, llegó Georgia O’Keeffe al Thyssen. Saqué entradas y arrastré a mi tribu hasta Madrid.

Con la audioguía cargada y a la hora exacta, cruzamos las puertas de la exposición. La imposibilidad de ver las primeras obras entre tantas cabezas apiñadas me irritó. Acostumbrada como estaba a pasear museos en la soledad de los días laborables, compartir espacio con el gentío de fin de semana me molestaba. La voz pausada con datos vacíos que ya conocía me estaba impacientando, así que de un tirón me quité los auriculares dispuesta a dejarme llevar tan sólo por el color.

Traté de alejarme un poco, buscar un espacio donde, por fin, respirar. Pero era imposible. Aquello había que visitarlo en fila, como en el cole y tratando de no pisar a nadie.

Me ha costado mucho sentarme a escribir este post. Mi enfado con O’Keeffe aún, a ratos, me dura. Sus obras tan vivas y brillantes en Instagram, no me habían sacado ni media sonrisa. Reviso las fotos que yo misma hice aquel día, y veo en ellas una belleza que aquél día no sentí. Ojeo el catálogo que casi no compré (¡gracias por insistir, familia!), tal era mi decepción y enfado. El libro es una joya llena de información, referencias y fotos de altísima calidad que te atrapan al instante. Aún así, no me abandona el mal sabor de boca.

Siendo a penas una niña, O’Keeffe decidió que sería pintora. Se dedicó con tesón a conseguirlo, convirtiéndose en una alumna aplicada, una alumna modelo en su escuela de arte. Fue reconocida por su técnica y precisión, pero pronto se dio cuenta de que aquello no bastaba.

Todo se había hecho ya. Todo se había hecho mejor. Abatida, se dedicó a dar clases de arte en la universidad de Virginia mientras seguía pintando, ahora para si misma. Estas imágenes sin pocas pretensiones, al carboncillo y sin color le proporcionaban un placer que no pudo más que compartir con su amiga Anita Pollitzer. Pollitzer le hizo llegar estos dibujos a Alfred Stieglitz, fotógrafo y galerista del momento.

Las pequeñas obras maravillaron a Stieglitz, quien al poco tiempo, le ofreció a O’Keeffe su primera exposición individual. Stieglitz se convirtió con los años en su pareja y gran apoyo. La popularidad y éxito de la obra de O’Keefe ya nunca dejó de crecer.

La naturaleza es la protagonista de sus cuadros. Paisajes, flores, skylines. Su capacidad para poner el foco en la belleza de cada lugar y desdibujarlo hasta llegar a su esencia hacen que su obra sea fácilmente reconocible. Sus imágenes, vibrantes, no escaparon a la reinterpretación de la mirada masculina: aquellos que veían órganos sexuales en cada cuadro que pintaba no dejaron de incomodarla. O’Keeffe trató de evitar comentarios soeces abandonando la abstracción, pero el que quiere sexo, sexo encuentra.

Pese a todo, Georgia O’Keefe había encontrado su voz y no dejó que nada, ni siquiera la incomodidad, la silenciase.

Laura Pérez. Only Murders in the building.

Cuando me siento perdida, desconectada, vuelvo a mis raíces. A aquello que sé que me funciona: un buen libro, un té caliente, una conversación con mi madre… Y cuando siento que la inspiración me falta y una pequeña vocecita me dice » ya no tienes nada más que escribir, hasta aquí ha llegado tu proyecto», hago lo mismo. Vuelvo a mis libros base. Mis libros de arte que en el día a día siento ya superados, exprimidos. Pero siempre, al hojearlos de nuevo, salta la chispa.

Me encontraba en el estudio. De pie. Pasando páginas de mi libro de ilustradoras, buscando algo más fresco, diferente, cuando tropecé con ella. Decidida, volví a sentarme frente a las teclas y busqué su nombre en Instagram. Tremenda sorpresa cuando vi en su feed todas las ilustraciones de aquella serie que tanto me había gustado: Only murders in the building.

Laura Pérez es una ilustradora y autora de cómic valenciana (sí, sí, encima de la casa!). Estudió Bellas Artes en la Universidad Politécnica de Valencia y durante su formación realizó estancias en Francia y Canadá. Con una proyección internacional impresionante casi desde el comienzo de su carrera, ha realizado ilustraciones para grandes empresas como el Washington Post, National Geographic, The Wall Street Journal, FNAC, Correos o la OMS (sólo por nombrar algunos ejemplos). Ha publicado varias novelas gráficas, de hecho su próxima novela en solitario, Tótem, sale a la venta este mes de diciembre.

Su trabajo ha sido seleccionado en dos ocasiones para formar parte de la 3x3mag, una revista-concurso en que anualmente el trabajo de los mejores ilustradores a nivel internacional es seleccionado por un jurado técnico y publicado como un compendio de lo mejor en el campo de la ilustración. Sus primeros pasos en el mundo del cómic recibieron el premio Valencia Crea de esta categoría, y desde entonces muchos otros premios han llegado: el Ojo Crítico de Comic de RNE (2020), el Ignotus al mejor tebeo nacional (2020), etc. Además de no dejar de publicar, sus obras se exhiben anualmente en múltiples exposiciones, y ahora, en la serie de moda de Disney+.

Sus dibujos para la serie son personas que se detienen un instante fugaz ante la ventana, sin ser conscientes del espectador que los observa ávido de información. Ajenos a los miles de ojos que los observan, nos regalan un momento de máxima intimidad que, por su cotidianidad e intranscendencia revela su autentica personalidad. Una auténtica delicia en una serie muy bien hilada, así que… qué hacéis que no corréis a verla?

Cecily Brown.

Descubriendo a Brown.

Compré el libro porque se acababa de publicar. Esperé, de hecho, a que saliera a la venta. Me llegó a casa

Teenage wildlife 2003. Cecily Brown.

en un momento de máximo estrés y trabajo. Un primer vistazo me sorprendió. Creía conocer las obras desdibujadas de Cecily Brown. Su Instagram me mostraba casi a diario cuerpos entrelazados y brochazos enérgicos. Conocía, en parte, su método de trabajo: había escuchado su entrevista con Kate Hessel. Así que la gran cantidad de penes y vaginas juntándose, separándose, fluyendo de unos a otros que me esperaban entre las páginas del libro me sorprendió.

No ha sido hasta 5 meses después de aquél primer encuentro que me he decidido a leerlo. Pese a su tamaño poco portable, lo he llevado en el bolso durante semanas. Leyendo a escondidas en el metro, como quien lleva la Playboy encima y finge leer los artículos. Escuchando una entrevista para el Lousiana Channel en YouTube, me imagino leyendo en el metro como la pequeña Brown miraba libros de Francis Bacon, a escondidas de su madre.

Su carrera

Cecily Brown es una artista británica afincada en Nueva York. Su proceso de formación artística estuvo marcado por la necesidad de justificar y defender sus elecciones. Rechazar medios e instalaciones más modernos a favor de la pintura al óleo, o permanecer a caballo entre figuración y abstracción cuando parece haberse hecho ya todo en ambos ámbitos… Su carrera despegó a pesar de la opinión de muchos. Rodeada de crítica misógina que la acusaba de usar su sexualidad como marketing, Cecily

We didn’t mean to go to the sea. 2018, Cecily Brown.

Brown se hizo un hueco en el mercado y en los museos.

Sus cuadros no son de lectura fácil. Hipnóticos a simple vista esconden referencias culturales en sus múltiples capas de pintura. Desentrañar expresiones, matices de color, y alegorías puede resultar como el más difícil problema matemático. Y quizá esa es su magia. Ser como una buena cerveza fría: que a todos gusta, y permite a sibaritas convertir un placer terrenal en uno intelectual. Tostada. De trigo. Con aroma a miel, las redondeces de Rubens o los verdes de Monet.

En septiembre de 2020 Brown expuso en el palacio Blenheim, convertido desde 2014 en lugar de exposición de los más grandes artistas de nuestro tiempo: Ai Weiwei, Jenny Holzer o Maurizio Cattelan (cuya instalación de un váter de oro macizo revolucionó la prensa, pero no más que su posterior robo) entre otros. Además fue la primera en crear sus obras expresamente para el lugar. En plena pandemia y sin poder viajar desde su residencia en Nueva York a Blenheim para la instalación de las obras. El maridaje entre las obras clásicas del palacio barroco, la historia de las paredes que vieron nacer al presidente Winston Churchill y las impresionantes obras de Brown fue perfecto.

Brown, para pesar de muchos, se ha convertido en una de las artistas contemporáneas con mayor proyección internacional. Sin renunciar a nada. Sin perder un ápice de libertad.

Jenny Saville.

A pocas horas de abandonar este paraíso desde el que escribo pienso en las montañas. En oír mugir las vacas desde la ducha. En el olor a hierba mojada. En ver amanecer. La vorágine de estos últimos meses parece lejana, y a la vez, me ha traído hasta aquí.

Escribo estas palabras sabiendo que me he tratado como esa planta a la que decides regar mañana porqué hoy vuelves del trabajo cansada. He trabajado, feliz, hasta la extenuación. Y también he escondido los problemas entre cucharada y cucharada de helado. Veo ahora en mi cuerpo unas formas que no reconozco, que no espero. El recordatorio de todo aquello que puedo ser, de todo aquello que no soy.

Pienso en la fealdad. En el cuerpo como herramienta. Que te lleva por el sendero del bosque. Que te permite disfrutar de lo inesperado. Teclear estas palabras. Y pienso en Jenny Saville. En sus carnes sonrojadas, flácidas. La artista británica arranca del cuerpo de mujer el erotismo y la belleza estereotipados. Nos da imágenes donde, si no apartamos la mirada, poder encontrar nuevas formas y reflejos de nuestra propia carne.

Saville nos arma con imágenes que todos podemos usar. Representa y dota de espacio la crudeza de los cuerpos en todos sus espectros. El género se difumina y se vuelve carne. Las heridas se tornan presente. La carne nos identifica, pero…¿nos define?

Jenny Saville, una historia de éxito.

Jenny Saville es conocida por formar parte del colectivo de los Young British Artists (YBA), el grupo de artistas revolucionó el arte en los años noventa. Siendo un grupo muy variado, quizá la característica que más los unía era el uso poco convencional de los materiales con que creaban sus obras (buscaban crear impacto, y no dudaban en usar animales embalsamados, materiales desechados o cualquier cosa que se cruzara en su camino). ¿Qué pintaba pues la tradicional pintura al óleo de Saville en este grupo?

Propped (apoyada)- Jenny Saville 1992

Pese a no formar parte del grupo en sus primeros años, su revolucionaria forma de abordar las imágenes corporales cautivó a Charles Saatchi, publicista y coleccionista de arte que fue uno de los principales impulsores de los YBA. Tal fue la fascinación de Saatchi por la obra de Saville, que compró toda su obra hasta la fecha y le ofreció comprar su producción artística de los siguientes 18 meses. Era el año 1992 y Saville acababa de graduarse en la Glasgow Art School.

Desde entonces su fascinación por los cuerpos y su representación la han llevado lejos. Se ha convertido en una artista mundialmente reconocida, e incluso, su obra Propped la convirtió en 2018 en la artista (mujer) viva cuya obra haya alcanzado mayor valor en una subasta (vendiéndose por 10,8 millones de euros). Quizá lo paradójico es que una mujer haya alcanzado el éxito vendiendo desnudos que no son para consumo, mostrando aquello que millones de mujeres quieren ocultar: la celulitis.

Hondalea. Cristina Iglesias.

La noticia acerca de la intervención de Iglesias en el faro de Santa Clara en Donostia, Hondalea, apareció de la nada mientras organizábamos un viaje a Navarra. Con la excusa de unos buenos pintxos y un buen vino, arrastré a mi familia hasta allí. No era la primera vez. Tengo la gran suerte de que, vino mediante, me siguen al fin del mundo: son una buena tribu.

No saqué entradas. La improvisación y el turismo están bastante reñidos, así que nos limitamos a disfrutar de una porción de tarta de queso de La Viña sentados en un banco frente al museo San Telmo. Tras pasear la ciudad y disfrutar sus pintxos y zuritos en el casco antiguo, nos merecíamos aquel momento de descanso. Levanté la mirada de mi porción de tarta un instante y lo vi: un cartel enorme anunciando una exposición del trabajo preparatorio de Cristina Iglesias en la creación de Hondalea. No estaba preparada.

Conocía algunas de sus instalaciones: habitaciones vegetales que simulaban grandes laberintos, cubos espejados que se fundían entre los árboles de un bosque, celosías que creaban estancias,… Había buscado su obra mil veces en Google. Había leído acerca de sus litografías sobre cobre, pero las imágenes de dudosa calidad que se encuentran en internet me impedían siquiera hacerme una idea.

Serigrafías. Ácido sobre cobre. Cristina Iglesias. 2021.

El San Telmo reserva una pequeña sala para Iglesias y Hondalea. Nada más entrar, llama la atención la «piscina de cemento» en que reposan las rocas de bronce creadas por la escultora. El agua sigue el ritmo de la marea y crea un suave ronroneo que te acompaña por la sala. Dibujos preparatorios, vídeo de la visita al faro, y unas acuarelas maravillosas. A mi espalda las serigrafías en bronce y cerrando el círculo seriagrafías sobre papel a distintas tintas.

Cristina Iglesias ha recibido, entre muchos otros, el premio nacional de artes plásticas y la medalla de oro al mérito en las bellas artes. Su obra pobla el mundo creando espacios mágicos donde nada es lo que parece y todo nos devuelve un reflejo.

Hondalea. Abismo marino. Las traducciones son odiosas, pero el rugido del mar no deja espacio a la duda. El bronce se viste de roca y deja paso al agua que se cuela por todos sus recovecos y rincones. Nos faltó el pequeño viaje en barco hasta Santa Clara y subir el camino serpenteante hasta el faro. Tal vez pronto, con un buen vino de por medio….


Mona Hatoum.

Mona Hatoum es una artista británica nacida en Líbano. No. Una artista palestina residente en el Reino Unido. Sus padres abandonaron Palestina, huyendo de la guerra, pocos años antes de que ella naciera. A sus 23 años, la guerra estalló en el Líbano. Hatoum se encontraba entonces en Londres, de viaje de estudios, y la guerra la atrapó en aquel país extraño que se convirtió en su hogar. Su obra está marcada por la amenaza de lo cotidiano. La guerra latente bajo la superficie, esperando hacer saltar la vida por los aires. Su vida. La de ellos. Pero también la nuestra. La tuya. La mía. Pero yo no sabía todo esto cuando fui a ver su exposición en el IVAM.

Había visto aquella esfera con luces rojas de neón dibujando el contorno de los continentes. Como una lámpara infantil, inocente, pero mucho más grande y…¿amenazadora? La había visto. No conocía mucho más, pero tampoco sentía la necesidad. Aún así, tener una exposición mujer artista de este calibre tan cerca de casa y no ir… me parecía impensable.

Atravesé las puertas tintadas que daban paso a la exposición y lo que vi me hizo sonreír. Me acerqué a la cartela y la explicación me conmovió. Me encontraba ante un montón de vigas de acero. Pero no se me escapaba que aquello no era tan solo acero. Una ciudad en miniatura se encontraba atrapada en aquella sala. Al instante miles de imágenes me vinieron a la cabeza. Secciones de edificios tras la caída de una bomba. Agujeros de metralla. La cartela le puso nombre a lo que veía: la ciudad natal de Mona Hatoum. Una ciudad herida por la que pasear. Sin el polvo, la sangre y los gritos: limpia. Como una radiografía que muestra la fractura pero no la herida.

Seguí avanzando y me encontré un botiquín. Brillante y colorido. Lleno de granadas de mano de cristal de Murano. Preciosas y frágiles. Me di la vuelta y un mosaico de pequeñas losetas en el suelo llamó mi atención. Cada pequeña loseta, hecha de aceite de oliva, tenía pintado un mapa. Una vez más la cartela me dio la clave: los límites del territorio palestino el año 1947. Como pequeñas islas indescifrables. Borradas por el mar. Ignoradas por Israel y el mundo.

Entendemos el mapa geopolítico como algo estable. Estudiamos listados de nombres de países con sus capitales. Y el cambio constante nos pasa desapercibido. El movimiento de placas tectónicas, las guerras, el cambio climático. Quizá el aleteo de una pequeña mariposa. Todo puede cambiar los mapas tal y como los entendemos. A mi espalda, un mapa hecho de canicas de cristal. Susceptible a las vibraciones de los pasos de los visitantes y el tráfico de la ciudad a pocos metros. Cambiando poco a poco, sin que nos demos cuenta.

La esfera inmensa con las luces de neón. Un mapa de la proyección de Peters. Literas vacías. Y de repente un rallador inmenso. Amenazante. La idea absurda, casi surreal, de rallar personas en esos inmensos artilugios de dos metros. Sentirte como un tomate maduro sobre el banco de la cocina. Como la idea, surreal, de que tu casa no sea más no sea un sitio seguro, sino una diana más, en un tablero de juego fuera de tu control.

Cierro la exposición con ese mágico cubo flotando a diez centímetros del suelo. Bonito. Mágico. Que cuando te acercas revela que la realidad está hecha de otra pasta. De concertina. Y que nada, nada, es lo que parece. Marcho a casa con muchas reflexiones en el bolsillo y ganas de googlear una gran artista. Mona Hatoum.

«No es fàcil ser valencià/na». Exposición.

Cultura e identidad. Un nuevo montaje de la colección permanente del Etno.

Aquel señor barbudo y su media cabeza con moños de fallera me hizo levantar la vista del móvil. Llegó mi metro tapando el anuncio instantáneamente. «No es fàcil ser valencià». Ni que lo digas. Aquellos que hemos crecido en una época marcada por la corrupción, los grandes eventos y las múltiples farolas nos es fácil sentirnos de ninguna parte. Mirar a un lado y no querer ver cómo vuelven a colocar el trencadís en aquél pozo sin fondo que parece la ciudad de las artes y las ciencias. Y al apartar la mirada ver esa pareja de novios haciéndose las fotos de boda y pensar «no serán de aquí»…

El museo etnográfico prometía hacer un repaso a la cultura e identidad valencianas. Tradición pero también modernidad. Así que con algo de curiosidad y mucho escepticismo, allí nos plantamos una sofocante tarde primaveral.

Ciudad. Huerta/ Marjal. Montaña/Secano

La exposición está dividida en 3 partes. La ciudad, la huerta/marjal y la montaña/secano. Yo que soy chica de asfalto (¡a quién pretendo engañar a estas alturas!) la parte de la ciudad, la primera, me enamoró. Una marquesina de la EMT. El valenbisi. Una cabina telefónica. Carteles de neón de tiendas «de toda la vida». Un 600. Secadores de pelo del año del catapún. Imágenes de una misma calle: el vendo oro, el pica-pica 24h, el locutorio,… enfrentados a la paquetería, la droguería y otras tiendas que hace años poblaban nuestras calles. Las pelotas de playa Kodak. Las sombrillas multicolor. Pero también las figuritas de Lladró. Los imanes de paella. Y las paellas con imágenes de monumentos en su fondo.

Lo de toda la vida. Lo antiguo. Lo nuevo. Lo hortera. Aquello que nos avergüenza y nos hace reír. Aquello que forma parte de nuestros recuerdos y con el simple paso del tiempo se ha convertido en Historia.

Avanzamos hacia la Huerta. Y más adelante la montaña. Y sólo me puede maravillar el esfuerzo por abrazar nuestras raíces. Glosarios de instrumental. Y muchas muchas fotos. Antes y después. Patrones de de trenzado de sillas de esparto. Miniaturas de las montañas de nuestro país. Una maravilla que convierte en propio lo ajeno. Y de la que se sale con una sonrisa y ganas de volver.

Una exposición muy instagramera, llena de luces y detalles. Bonita y buena. «No es fàcil ser valencià», pero el Etno nos da un pasado y un presente que nos acoge. Una identidad que vestirnos.


Os dejo el enlace a la web del museo donde podréis encontrar muchas más fotos de la exposición.

Bye bye Calibrí.

La lluvia imperceptible golpea un asfalto que parece lejano desde la ventana. Con la taza de té humante en la mano danzo entre mis plantas. Las observo. Las mimo. Valoro la necesidad de riego y quito pequeñas hojitas secas. La calma tras el desayuno y la penumbra de un día lluvioso me permiten abandonar la realidad demandante de un ritmo frenético.

Mis pensamientos vuelven una y otra vez a este post que se resiste a ser publicado. Un post que es papel arrugado en una papelera virtual. Desde el despacho me llegan con amargura las palabras de Bastille:

«But if you close your eyes

Does it almost feel like nothing changed at all?

And if you close your eyes

Does it almost feel like you’ve been here before?

How am I gonna be an optimist about this?»

Pompeii-Bastille

La rabia obliga. Genera una deuda (contar la historia), y un compromiso (ofrecer un final alternativo). Así que allá voy.

Hace a penas unas semanas nos despertábamos con el titular: Calibrí dejará de ser la fuente predeterminada de Microsoft Office. La noticia no tenía mayor relevancia pero la nostalgia ante sorprendente jubilación y la simpatía por el diseño gráfico me empujaron a leerla entera.

Lo que pasa cuando lees con las gafas puestas es que a veces encuentras cosas que no pretendes ver. Microsoft pretende elegir la tipografía que sucederá a calibrí de forma democrática. Una votación twittera decidirá la letra que se impondrá en nuestros textos. Las 5 preseleccionadas son: Tenorite (Erin McLaughlin y Wei Huang), Bierstadt (Steve Matteson), Skeena (John Hudson y Paul Hanslow), Seaford (Tobias Frere-Jones, Nina Stössinger y Fred Shallcrass) y Grandview (Aaron Bell).

Me quito las gafas un segundo. Como queriendo apartar la vista de una realidad que no se desenfoca lo suficiente. Vale, veo a Nina Stössinger. ¿Wei Huang será hombre o mujer? No importa, me digo, son demasiados hombres. ¿Y Calibrí? Una rápida búsqueda me da la respuesta: tampoco (fue diseñada por Lucas de Groot, tipógrafo neerlandés).

«¿Será que no existen mujeres tipógrafas?» El pensamiento aparece de la nada para avergonzarme profundamente. «¿Será que no existen mujeres….?» Sin duda la pregunta que nos hemos hechos todos en algún momento en algún ámbito concreto. Y la respuesta siempre es: existen.

Así fue como descubrí el libro «Femme type: A book celebrating women in the type industry». Y la web typequality un repositorio donde encontrar miles de tipografías creadas por mujeres. Y aquí es donde llega la parte del compromiso. El compromiso de no dejar que la comodidad y la ignorancia dominen nuestros actos. La voluntad de poner nombre y apellidos a nuestras elecciones. Y elegir un nombre de mujer.