Camille Claudel.

Conocía poco la historia de amor entre Camille Claudel y Auguste Rodin, pero si debo hablar de Camille Claudel, la suya…. la suya no es una historia de amor, sino de polvo y frío. La historia de Camille es una historia como la de muchas otras: de críticas feroces, de cómo familia y amigos le dan la espalda a una mujer independiente por su rebeldía, por su tesón, por su talento… por no ser la mujer que todos esperan de ella.

Paso las hojas llenas de polvo y me doy cuenta de que aún no estoy preparada para despedirme de este libro. No lo he leído. No he tenido tiempo. Pero su objetivo, familiarizarme con la obra de Claudel, lo ha cumplido con creces. Su biografía, en cambio, sí la devoré y espera el momento de ser devuelta a la biblioteca reposando en mi mesita desde hace días. Hago fotos del catálogo como tratando de retenerlo cerca. Fijarlo en la retina. No olvidarlo. El polvo del libro me transporta a su pelo encanecido por el yeso.

Claudel fue una niña cubierta de barro: barro en sus zapatos de correr monte arriba y barro en sus manos de modelar hasta la caída del sol. Niña de convicciones férreas transportaba sacos de tierra a escondidas de su madre desde la casa familiar en el pueblo al piso en una pequeña ciudad.

Camille tuvo en su padre el gran apoyo de su infancia. Ese padre que la invitó a soñar, a volar, a dejar libre su creatividad, ese padre que dio todo porque ella triunfase, porque llegase a ser la gran escultora que fue. En su hermano encontró ese gran compañero de batalla, siempre en eterna guerra, siempre dispuestos a guerrear entre ellos y juntos contra todo y todos. Para su madre fue siempre aquella mancha. El vestido polvoriento y dañado. Para su hermana, aquella mujer de la que avergonzarse. El manchurrón en el historial familiar.

La familia se trasladó a París, donde Camille comenzó a estudiar escultura y pronto fue acogida bajo las alas del escultor Auguste Rodin. Pronto se distanció de sus compañeras, para las que la escultura era tan sólo un pasatiempo, estando más interesadas en la vida en sociedad que en el barro y el yeso. En el taller de Rodin se sumergió en un mundo de hombres, la única escultora entre testosterona, polvo y mujeres desnudas. Blanco de burlas, una vez más, ella tan sólo siguió esculpiendo.

Rodin vio en Claudel la gran artista que podría superarlo. Y siempre temió quedar ensombrecido. Atraído por aquella mente, la única capaz de seguirle el ritmo, de entenderlo, de sacarlo de sus bloqueos creativos se convirtieron en amantes. Pero fueron siempre, ante todo, compañeros de trabajo.

La conexión entre ellos fue imposible de disimular y pronto la madre de Claudel no pudo soportar más su vida de libertad y libertinaje. Enfurecida por aquella hija que no traía sino rumores y desgracias a la familia, la echó de casa con cajas destempladas. Camille se refugió en la escultura. Pasó las noches esculpiendo en una vieja casa cochambrosa que Rodin alquiló para ella.

Como cualquier triángulo amoroso, aquella relación se convirtió en un vals de idas y venidas. Tan pronto Claudel desfallecía tallando obras para Rodin, como llena de furia se recluía en su trabajo y lo desafiaba con alguna de sus geniales obras. Camille quiso siempre y ante todo, esculpir. Vivió siempre atrapada entre aquellos encargos comerciales que le quitaban tiempo de desarrollar su creatividad y le garantizaban comida y un techo bajo el que vivir, y la obra que le daba la vida.

Camille Claudel fue una mujer culta, que leyó cuanto libro pasó por sus manos. Siempre ávida de transportar cualquier idea a un bloque de piedra. Trabajó cada hora de luz que le permitía el día, y leyó bajo las velas esperando el siguiente amanecer. Rechazó comida caliente por disponer de yeso o mármol hasta que el cansancio y el hambre se apoderaron de su ser.

Siempre alumna de, hermana de. Siempre vigilante de que alguno de los ayudantes que a duras penas podía permitirse malograra alguna de sus piezas. Así fue como la extenuación, el hambre y la deshonra un día cualquiera la llevaron directa al manicomio durante los siguientes 30 años de su vida. Con una lucidez abrumadora le suplicó a su hermano en múltiples cartas que la sacara de allí. Le habló del frío, del hambre, de los malos tratos. Nunca fue escuchada.

Georgia O’Keeffe y el arte de no gustar.

Tras ver cómo la exposición de Invitadas se me escurría como arena entre las manos sin que se levantase el confinamiento perimetral, llegó Georgia O’Keeffe al Thyssen. Saqué entradas y arrastré a mi tribu hasta Madrid.

Con la audioguía cargada y a la hora exacta, cruzamos las puertas de la exposición. La imposibilidad de ver las primeras obras entre tantas cabezas apiñadas me irritó. Acostumbrada como estaba a pasear museos en la soledad de los días laborables, compartir espacio con el gentío de fin de semana me molestaba. La voz pausada con datos vacíos que ya conocía me estaba impacientando, así que de un tirón me quité los auriculares dispuesta a dejarme llevar tan sólo por el color.

Traté de alejarme un poco, buscar un espacio donde, por fin, respirar. Pero era imposible. Aquello había que visitarlo en fila, como en el cole y tratando de no pisar a nadie.

Me ha costado mucho sentarme a escribir este post. Mi enfado con O’Keeffe aún, a ratos, me dura. Sus obras tan vivas y brillantes en Instagram, no me habían sacado ni media sonrisa. Reviso las fotos que yo misma hice aquel día, y veo en ellas una belleza que aquél día no sentí. Ojeo el catálogo que casi no compré (¡gracias por insistir, familia!), tal era mi decepción y enfado. El libro es una joya llena de información, referencias y fotos de altísima calidad que te atrapan al instante. Aún así, no me abandona el mal sabor de boca.

Siendo a penas una niña, O’Keeffe decidió que sería pintora. Se dedicó con tesón a conseguirlo, convirtiéndose en una alumna aplicada, una alumna modelo en su escuela de arte. Fue reconocida por su técnica y precisión, pero pronto se dio cuenta de que aquello no bastaba.

Todo se había hecho ya. Todo se había hecho mejor. Abatida, se dedicó a dar clases de arte en la universidad de Virginia mientras seguía pintando, ahora para si misma. Estas imágenes sin pocas pretensiones, al carboncillo y sin color le proporcionaban un placer que no pudo más que compartir con su amiga Anita Pollitzer. Pollitzer le hizo llegar estos dibujos a Alfred Stieglitz, fotógrafo y galerista del momento.

Las pequeñas obras maravillaron a Stieglitz, quien al poco tiempo, le ofreció a O’Keeffe su primera exposición individual. Stieglitz se convirtió con los años en su pareja y gran apoyo. La popularidad y éxito de la obra de O’Keefe ya nunca dejó de crecer.

La naturaleza es la protagonista de sus cuadros. Paisajes, flores, skylines. Su capacidad para poner el foco en la belleza de cada lugar y desdibujarlo hasta llegar a su esencia hacen que su obra sea fácilmente reconocible. Sus imágenes, vibrantes, no escaparon a la reinterpretación de la mirada masculina: aquellos que veían órganos sexuales en cada cuadro que pintaba no dejaron de incomodarla. O’Keeffe trató de evitar comentarios soeces abandonando la abstracción, pero el que quiere sexo, sexo encuentra.

Pese a todo, Georgia O’Keefe había encontrado su voz y no dejó que nada, ni siquiera la incomodidad, la silenciase.

Laura Pérez. Only Murders in the building.

Cuando me siento perdida, desconectada, vuelvo a mis raíces. A aquello que sé que me funciona: un buen libro, un té caliente, una conversación con mi madre… Y cuando siento que la inspiración me falta y una pequeña vocecita me dice » ya no tienes nada más que escribir, hasta aquí ha llegado tu proyecto», hago lo mismo. Vuelvo a mis libros base. Mis libros de arte que en el día a día siento ya superados, exprimidos. Pero siempre, al hojearlos de nuevo, salta la chispa.

Me encontraba en el estudio. De pie. Pasando páginas de mi libro de ilustradoras, buscando algo más fresco, diferente, cuando tropecé con ella. Decidida, volví a sentarme frente a las teclas y busqué su nombre en Instagram. Tremenda sorpresa cuando vi en su feed todas las ilustraciones de aquella serie que tanto me había gustado: Only murders in the building.

Laura Pérez es una ilustradora y autora de cómic valenciana (sí, sí, encima de la casa!). Estudió Bellas Artes en la Universidad Politécnica de Valencia y durante su formación realizó estancias en Francia y Canadá. Con una proyección internacional impresionante casi desde el comienzo de su carrera, ha realizado ilustraciones para grandes empresas como el Washington Post, National Geographic, The Wall Street Journal, FNAC, Correos o la OMS (sólo por nombrar algunos ejemplos). Ha publicado varias novelas gráficas, de hecho su próxima novela en solitario, Tótem, sale a la venta este mes de diciembre.

Su trabajo ha sido seleccionado en dos ocasiones para formar parte de la 3x3mag, una revista-concurso en que anualmente el trabajo de los mejores ilustradores a nivel internacional es seleccionado por un jurado técnico y publicado como un compendio de lo mejor en el campo de la ilustración. Sus primeros pasos en el mundo del cómic recibieron el premio Valencia Crea de esta categoría, y desde entonces muchos otros premios han llegado: el Ojo Crítico de Comic de RNE (2020), el Ignotus al mejor tebeo nacional (2020), etc. Además de no dejar de publicar, sus obras se exhiben anualmente en múltiples exposiciones, y ahora, en la serie de moda de Disney+.

Sus dibujos para la serie son personas que se detienen un instante fugaz ante la ventana, sin ser conscientes del espectador que los observa ávido de información. Ajenos a los miles de ojos que los observan, nos regalan un momento de máxima intimidad que, por su cotidianidad e intranscendencia revela su autentica personalidad. Una auténtica delicia en una serie muy bien hilada, así que… qué hacéis que no corréis a verla?

Cecily Brown.

Descubriendo a Brown.

Compré el libro porque se acababa de publicar. Esperé, de hecho, a que saliera a la venta. Me llegó a casa

Teenage wildlife 2003. Cecily Brown.

en un momento de máximo estrés y trabajo. Un primer vistazo me sorprendió. Creía conocer las obras desdibujadas de Cecily Brown. Su Instagram me mostraba casi a diario cuerpos entrelazados y brochazos enérgicos. Conocía, en parte, su método de trabajo: había escuchado su entrevista con Kate Hessel. Así que la gran cantidad de penes y vaginas juntándose, separándose, fluyendo de unos a otros que me esperaban entre las páginas del libro me sorprendió.

No ha sido hasta 5 meses después de aquél primer encuentro que me he decidido a leerlo. Pese a su tamaño poco portable, lo he llevado en el bolso durante semanas. Leyendo a escondidas en el metro, como quien lleva la Playboy encima y finge leer los artículos. Escuchando una entrevista para el Lousiana Channel en YouTube, me imagino leyendo en el metro como la pequeña Brown miraba libros de Francis Bacon, a escondidas de su madre.

Su carrera

Cecily Brown es una artista británica afincada en Nueva York. Su proceso de formación artística estuvo marcado por la necesidad de justificar y defender sus elecciones. Rechazar medios e instalaciones más modernos a favor de la pintura al óleo, o permanecer a caballo entre figuración y abstracción cuando parece haberse hecho ya todo en ambos ámbitos… Su carrera despegó a pesar de la opinión de muchos. Rodeada de crítica misógina que la acusaba de usar su sexualidad como marketing, Cecily

We didn’t mean to go to the sea. 2018, Cecily Brown.

Brown se hizo un hueco en el mercado y en los museos.

Sus cuadros no son de lectura fácil. Hipnóticos a simple vista esconden referencias culturales en sus múltiples capas de pintura. Desentrañar expresiones, matices de color, y alegorías puede resultar como el más difícil problema matemático. Y quizá esa es su magia. Ser como una buena cerveza fría: que a todos gusta, y permite a sibaritas convertir un placer terrenal en uno intelectual. Tostada. De trigo. Con aroma a miel, las redondeces de Rubens o los verdes de Monet.

En septiembre de 2020 Brown expuso en el palacio Blenheim, convertido desde 2014 en lugar de exposición de los más grandes artistas de nuestro tiempo: Ai Weiwei, Jenny Holzer o Maurizio Cattelan (cuya instalación de un váter de oro macizo revolucionó la prensa, pero no más que su posterior robo) entre otros. Además fue la primera en crear sus obras expresamente para el lugar. En plena pandemia y sin poder viajar desde su residencia en Nueva York a Blenheim para la instalación de las obras. El maridaje entre las obras clásicas del palacio barroco, la historia de las paredes que vieron nacer al presidente Winston Churchill y las impresionantes obras de Brown fue perfecto.

Brown, para pesar de muchos, se ha convertido en una de las artistas contemporáneas con mayor proyección internacional. Sin renunciar a nada. Sin perder un ápice de libertad.

«No es fàcil ser valencià/na». Exposición.

Cultura e identidad. Un nuevo montaje de la colección permanente del Etno.

Aquel señor barbudo y su media cabeza con moños de fallera me hizo levantar la vista del móvil. Llegó mi metro tapando el anuncio instantáneamente. «No es fàcil ser valencià». Ni que lo digas. Aquellos que hemos crecido en una época marcada por la corrupción, los grandes eventos y las múltiples farolas nos es fácil sentirnos de ninguna parte. Mirar a un lado y no querer ver cómo vuelven a colocar el trencadís en aquél pozo sin fondo que parece la ciudad de las artes y las ciencias. Y al apartar la mirada ver esa pareja de novios haciéndose las fotos de boda y pensar «no serán de aquí»…

El museo etnográfico prometía hacer un repaso a la cultura e identidad valencianas. Tradición pero también modernidad. Así que con algo de curiosidad y mucho escepticismo, allí nos plantamos una sofocante tarde primaveral.

Ciudad. Huerta/ Marjal. Montaña/Secano

La exposición está dividida en 3 partes. La ciudad, la huerta/marjal y la montaña/secano. Yo que soy chica de asfalto (¡a quién pretendo engañar a estas alturas!) la parte de la ciudad, la primera, me enamoró. Una marquesina de la EMT. El valenbisi. Una cabina telefónica. Carteles de neón de tiendas «de toda la vida». Un 600. Secadores de pelo del año del catapún. Imágenes de una misma calle: el vendo oro, el pica-pica 24h, el locutorio,… enfrentados a la paquetería, la droguería y otras tiendas que hace años poblaban nuestras calles. Las pelotas de playa Kodak. Las sombrillas multicolor. Pero también las figuritas de Lladró. Los imanes de paella. Y las paellas con imágenes de monumentos en su fondo.

Lo de toda la vida. Lo antiguo. Lo nuevo. Lo hortera. Aquello que nos avergüenza y nos hace reír. Aquello que forma parte de nuestros recuerdos y con el simple paso del tiempo se ha convertido en Historia.

Avanzamos hacia la Huerta. Y más adelante la montaña. Y sólo me puede maravillar el esfuerzo por abrazar nuestras raíces. Glosarios de instrumental. Y muchas muchas fotos. Antes y después. Patrones de de trenzado de sillas de esparto. Miniaturas de las montañas de nuestro país. Una maravilla que convierte en propio lo ajeno. Y de la que se sale con una sonrisa y ganas de volver.

Una exposición muy instagramera, llena de luces y detalles. Bonita y buena. «No es fàcil ser valencià», pero el Etno nos da un pasado y un presente que nos acoge. Una identidad que vestirnos.


Os dejo el enlace a la web del museo donde podréis encontrar muchas más fotos de la exposición.

Bye bye Calibrí.

La lluvia imperceptible golpea un asfalto que parece lejano desde la ventana. Con la taza de té humante en la mano danzo entre mis plantas. Las observo. Las mimo. Valoro la necesidad de riego y quito pequeñas hojitas secas. La calma tras el desayuno y la penumbra de un día lluvioso me permiten abandonar la realidad demandante de un ritmo frenético.

Mis pensamientos vuelven una y otra vez a este post que se resiste a ser publicado. Un post que es papel arrugado en una papelera virtual. Desde el despacho me llegan con amargura las palabras de Bastille:

«But if you close your eyes

Does it almost feel like nothing changed at all?

And if you close your eyes

Does it almost feel like you’ve been here before?

How am I gonna be an optimist about this?»

Pompeii-Bastille

La rabia obliga. Genera una deuda (contar la historia), y un compromiso (ofrecer un final alternativo). Así que allá voy.

Hace a penas unas semanas nos despertábamos con el titular: Calibrí dejará de ser la fuente predeterminada de Microsoft Office. La noticia no tenía mayor relevancia pero la nostalgia ante sorprendente jubilación y la simpatía por el diseño gráfico me empujaron a leerla entera.

Lo que pasa cuando lees con las gafas puestas es que a veces encuentras cosas que no pretendes ver. Microsoft pretende elegir la tipografía que sucederá a calibrí de forma democrática. Una votación twittera decidirá la letra que se impondrá en nuestros textos. Las 5 preseleccionadas son: Tenorite (Erin McLaughlin y Wei Huang), Bierstadt (Steve Matteson), Skeena (John Hudson y Paul Hanslow), Seaford (Tobias Frere-Jones, Nina Stössinger y Fred Shallcrass) y Grandview (Aaron Bell).

Me quito las gafas un segundo. Como queriendo apartar la vista de una realidad que no se desenfoca lo suficiente. Vale, veo a Nina Stössinger. ¿Wei Huang será hombre o mujer? No importa, me digo, son demasiados hombres. ¿Y Calibrí? Una rápida búsqueda me da la respuesta: tampoco (fue diseñada por Lucas de Groot, tipógrafo neerlandés).

«¿Será que no existen mujeres tipógrafas?» El pensamiento aparece de la nada para avergonzarme profundamente. «¿Será que no existen mujeres….?» Sin duda la pregunta que nos hemos hechos todos en algún momento en algún ámbito concreto. Y la respuesta siempre es: existen.

Así fue como descubrí el libro «Femme type: A book celebrating women in the type industry». Y la web typequality un repositorio donde encontrar miles de tipografías creadas por mujeres. Y aquí es donde llega la parte del compromiso. El compromiso de no dejar que la comodidad y la ignorancia dominen nuestros actos. La voluntad de poner nombre y apellidos a nuestras elecciones. Y elegir un nombre de mujer.

La vegetariana, Han Kang

La vegetariana. Había oído hablar de ella. Fue en uno de esos canales de YouTube donde ser entendido en literatura significa echar mucha espuma por la boca y estar insatisfecho con todo aquello que es fácil y comprensible. Porque si no es hermética, fría, indescifrable, no es literatura.

No ha sido hasta casi un año después que esta novela se ha vuelto a cruzar en mi camino. La pesé: apenas 200 páginas. No me matará. Y lo dije con incredulidad. Sabiendo que últimamente nada pasa el corte y me cuesta ir más allá de la tercera página. Pero la he devorado.

El prólogo es ese amigo que te presta el libro y te dice: «Prepárate: Dumbledore muere». Necesario quizá, pero totalmente prescindible. Disculpe señor, hay una novela en su prólogo. En serio. NO.

La vegetariana es una novela a 3 voces. Marido, cuñado y hermana tejen el relato de Yeong-hye, la vegetariana, mientras nos cuentan su propia historia. Una protagonista sin voz. Una sombra en las dinámicas de poder familiares y sociales. El incómodo guisante bajo el colchón que no deja dormir tranquilo a nadie.

Bajo el paraguas de una decisión aparentemente inocua (no volver a comer carne), Han Kang nos habla de patriarcado, violencia y libertad. Del poder inherente a nuestra existencia. O la falta de él.

No es una novela previsible. O quizá sí. Pero a cada página sientes que la historia se te va de las manos. Con asombro ves caer cada ficha de dominó como si no pudieses imaginar el final. Quisiera decir que la bola de nieve se hace tan grande que la escritora abandona el marco de la realidad. Pero no es así.

¿Mi parte favorita? El marido. Sus pensamientos golpean con fuerza. Su frialdad corta como un cuchillo bien afilado mientras todo está por suceder aún. La cotidianidad de su violencia te sacude en silencio. Las disculpas de la familia de ella por su «mala actitud». Simplemente brutal.

Comienza así…

«Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez.»

Café y novedades.

Mientras le doy el último trago al café con leche pienso en encender la luz. Si voy a trabajar, sin duda, necesitaré más luz. De repente me doy cuenta de la rapidez con la que me han robado las horas de trabajo en la oscuridad, de madrugada.

Leo el correo, como preámbulo del día. Hoy domingo, la newsletter de Amaya Ascunce. Aún no he decidido si la newsletter me gusta, pero ella me resulta una mujer interesante. Busco el libro que recomienda, y tomo nota mental de leerlo pronto. Arrastro la newsletter a la carpeta de todo aquello que jamás tendré tiempo de revisar.

Pienso en los libros y miro mi taza vacía de café. Mi mente está tan llena de trabajo que es incapaz de descansar sobre las páginas de dos libros maravillosos que tengo a medias.

Pero no he venido a justificar la ausencia de una gran mujer este domingo. Sino a hablaros de algunos pequeños proyectos. Aunque el trabajo no me da tregua, me he embarcado en la propuesta de Dani y Marina de Tutti Arte (@tuttiarte.tm) de hacer, durante el mes de marzo, un diccionario de mujeres en Instagram. A letra por día, las mujeres artistas tomarán el control de nuestros posts y stories.

Además quería hablaros de la plataforma La Roldana (@laroldanaplataforma), por la inclusión de las mujeres en el currículum de historia del arte en bachillerato. Seguro recordaréis el change.org que inició Miriam Varela de La artista olvidada (@la_artitsta_olvidada). Pues La Roldana es una plataforma impulsada por la propia Miriam y por Montse de (@donesartistes) en la que colaboramos más de 100 mujeres para devolver a las artistas el lugar que merecen. Estoy emocionada.

…y de momento eso es todo! Voy a seguir perfilando «la primera entrada del diccionario» que llegará mañana al Instagram de este blog (@alizarisa). Nos leemos.

Mamma Andersson.

Hablemos de la artista sueca contemporánea de mayor proyección internacional. Hablemos de Mamma Andersson.

Hablemos de la artista sueca contemporánea de mayor proyección internacional. Hablemos de Mamma Andersson.

Las obras de la artista sueca Mamma Andresson esconden un secreto. Son como esa escena de una película en que todo está en calma y la banda sonora desaparece. El silencio toma el control de la escena y sabemos que algo está a punto de pasar.

Cuando miras sus cuadros te das cuenta de que todo está en su lugar. Todo es correcto. No hay ninguna pista, ningún aviso. Y aún así, algo no va bien. El misterio es palpable.

Algunos dicen que Andersson es una maestra de la belleza post-apocalíptica. Y quizá tienen razón. Otros en cambio, aseguran que sus imágenes corresponden al mundo de los sueños, o a una distopía. La realidad es que ella misma afirma sentirse atraída por lo oscuro, lo difícil. Encontrar belleza en el misterio, la oscuridad. Como la belleza atrapada en los cementerios.

Pero no os equivoquéis. Quizá os parezca al mirar uno de sus cuadros que os estáis asomando al interior de alguien. A sus más profundos pensamientos. Pero en ellos nunca encontraréis violencia ni tampoco la veréis jamás sacar partido del horror.

Su proceso de creación

Su proceso de creación es fascinante. Rodeada por miles de libros, atesora imágenes (generalmente en blanco y negro) en las que luego inspira sus composiciones. Paisajes cercanos a ella, fragmentos de películas, interiores de época… cualquier imagen puede ser desvestida de su contexto y barnizada en la modernidad que respiran todas las obras de Andersson.

La artista cuenta en una entrevista para el Louisiana Museum of Modern Art (cuyo enlace a YouTube os dejo abajo) que de pequeña tuvo dificultades para aprender a leer y escribir. Y que de esta dificultad nació su amor por las imágenes y su pasión por el cine.

Habla también de la dificultad de comenzar proyectos. De la inseguridad y la duda sobre el valor de una misma que genera el lienzo blanco. Cuenta su proceso con tal franqueza… ¡que cualquiera creería que está hablando la artista sueca de mayor proyección internacional!

Pero como iba diciendo, los cuadros de Mamma Andersson están llenos de secretos. Capa sobre capa, la pintura se acumula revelando cada pequeño detalle, para luego fundirse en un ligero baño de color que nos oculta la respuesta que buscamos. Para conseguir revelar lo que sus imágenes ocultan, solo podemos seguir observando.


Entrevista para el Louisiana Museum of Modern Art

Des/orden moral: el contexto.

Tras la euforia de descubrir «Des/Orden moral» en el IVAM y revisitarla, y re-disfrutarla, llegó el momento de desgranarla minuciosamente lápiz en mano.

Y es que el catálogo está lleno de datos curiosos, citas y salseo de primer orden (quien se acostaba con quién, soñaba con quién, amaba a quién). Porque claro, hablar de sexo, amor y relaciones con nombres y apellidos (de artista) es lo que tiene, que saca la mejor versión de Rita Skeeter que hay en nosotros.

Pero una vez hecha la broma, los ensayos del catálogo me han gustado mucho. Para nada caen en el mal gusto y en cambio tienen un hilo conductor claro que te lleva de artista en artista, de pareja en trío, y de país en país.

La exposición trata sobre el desorden. Y por desorden entendemos todo aquello que se aleja (en mayor o menor medida) de lo convencional. De lo fácil. de lo establecido. Incluso de lo legal.

Europa pre-sigloXX

Queremos hablar de la Europa en el período de entreguerras, pero para saber cómo llegamos a este periodo debemos echar un poco la vista atrás. ¿Cómo era la realidad de mujeres, homosexuales y queers en la Europa del siglo XX? ¿Pero existe eso que llamamos «Europa»? La realidad era muy diferente según «en qué Europa» nos encontremos.

En la Francia de comienzos del siglo XIX, por ejemplo, el código penal no castigaba la homosexualidad. Desde luego, no castigaba la homosexualidad escondida, alejada de las manifestaciones públicas (y por tanto escandalosas y ultrajantes). Con la «permisividad» francesa contrasta la legislación alemana o inglesa que reservaba penas de cárcel e incluso de muerte a los homosexuales (omitiendo a las lesbianas: ¡¿qué mujer en su sano juicio querría acostarse con otra mujer?!).

Por otro lado, la corrección propia del siglo XXI nos hace hablar de homosexuales, gays y lesbianas, pero la realidad en el siglo XIX era muy diferente: no fue hasta 1869 que el astro-húngaro Kertbeny acuñaría los términos homosexual y heterosexual. Hasta la fecha tan solo existían sodomitas, uranistas, dionistas…

A finales del siglo XIX y comienzos del XX se extendió un culto al cuerpo muy parecido al que vivimos hoy en día. El cuerpo musculoso, desnudo, (masculino), como símbolo de salubridad. El deporte como símbolo de modernidad. El sentimiento era global: Inglaterra y Alemania bien en su vertiente mitológica o sirviéndose de la imagen de los marines, rendían tributo al cuerpo del hombre joven. Hombres pintando hombres, abrazando la belleza de su desnudo, su heterosexualidad intacta. Ni sombra de la duda.

Flottans Badhus, Eugène Fredrik Jansson (1907)
Pequeñas, nuevas libertades.

Por su parte, el año 1895 sacudió los cimientos de la sociedad británica. Oscar Wilde fue condenado a dos años de cárcel y trabajos forzados por ultraje a la moral pública. Esta sociedad, constreñida en los hábitos victorianos, en la contención y represión de las emociones y deseos se rebeló en la diversidad y el arte.

De aquella rebelión necesaria surgió, entre muchos otros, el círculo de Bloomsbury. Se erigió en lo que hoy llamaríamos un espacio queer de debate artístico e intelectual que abarcó prácticamente todas las disciplinas y se manifestó en todos los ámbitos y espectros (incluyendo sexo y género). Se relacionaban a todos los niveles, sin tener en cuenta convenciones ni imposiciones de ningún tipo. Las hermanas Vanessa Bell y Virginia Woolf, la amante de Woolf Vita Sackville-Weast o Duncan Grant (padre de la hija de Vanessa Bell) fueron algunos de sus integrantes. Dorothy Parker llegó a decir de ellos que «vivían en squares y amaban en triángulos».

Guerra, post-guerra y violencia.

Pero llegó la guerra. Y tras la gran guerra llegó la pobreza, la miseria y la necesidad de reconstruir la sociedad. La rabia y el resentimiento latente en las venas de los hombres (aquellos que perdieron la guerra), se tradujo en un aumento brutal de crímenes sexuales contra las prostitutas en particular y las mujeres en general. El arte trató de reflejar y a su vez exorcizar toda esta violencia.

La mujer sexualizada como objeto de consumo surgió a la vez que la cultura de medios (revistas, periódicos, teatro…). Contrasta la nueva imagen de la mujer con pantalones, fumadora y cabello à la garçonne (la mujer liberada estoy tentada de decir) con el feroz consumo de imágenes de mujeres semi-desnudas en que son agarradas, manejadas, por hombres completamente vestidos que las poseen (económicamente).

George Grosz (1916 y 1922)

En su necesidad por construir una sociedad moderna, Berlín se convirtió en el centro de la vida nocturna y la libertad sexual. Pero la burbuja estaba a punto de estallar: los nazis llegarían pronto al poder (y con ellos la represión de todas las libertades).

Totalitarismos y culto al cuerpo.

Los escultores nazis tomaron como sello de identidad el culto al cuerpo, que fue usado como propaganda de la superioridad aria, como forma de exaltación del nazismo. De forma similar ocurriría en Italia con Mussolini. En cambio, en España, el franquismo no buscaría tanto la fuerza y salubridad del cuerpo ideal, de la escultura griega y romana, sino que el adoctrinamiento heteropatriarcal, católico, tomaría ejemplo de la servidumbre del medievo.

En cuanto a los rusos, tras despenalizar la homosexualidad en 1918, la llegada de Stalin dio carpetazo a muchas libertades. El prototipo soviético de pareja estaba claro: el martillo y la hoz. Obreros y koljosianas (campesinas de granjas colectivas) enérgicos, fuertes, listos para trabajar. Las libertades de las mujeres en este contexto eran muy limitadas, el machismo fluía libre por las calles soviéticas (y prueba de ello son también las miles de mujeres alemanas violadas tras la segunda guerra mundial).

Si algo queda claro del análisis de este periodo es que hubo grandes avances sociales. Seguidos de grandes retrocesos. La historia parece no dejar de pendular. Y aunque algunos de estos momentos ahora nos resulten lejanos, el arte da testimonio de ellos (y puede ser una gran advertencia de donde queremos o no queremos ir).