Camille Claudel.

Conocía poco la historia de amor entre Camille Claudel y Auguste Rodin, pero si debo hablar de Camille Claudel, la suya…. la suya no es una historia de amor, sino de polvo y frío. La historia de Camille es una historia como la de muchas otras: de críticas feroces, de cómo familia y amigos le dan la espalda a una mujer independiente por su rebeldía, por su tesón, por su talento… por no ser la mujer que todos esperan de ella.

Paso las hojas llenas de polvo y me doy cuenta de que aún no estoy preparada para despedirme de este libro. No lo he leído. No he tenido tiempo. Pero su objetivo, familiarizarme con la obra de Claudel, lo ha cumplido con creces. Su biografía, en cambio, sí la devoré y espera el momento de ser devuelta a la biblioteca reposando en mi mesita desde hace días. Hago fotos del catálogo como tratando de retenerlo cerca. Fijarlo en la retina. No olvidarlo. El polvo del libro me transporta a su pelo encanecido por el yeso.

Claudel fue una niña cubierta de barro: barro en sus zapatos de correr monte arriba y barro en sus manos de modelar hasta la caída del sol. Niña de convicciones férreas transportaba sacos de tierra a escondidas de su madre desde la casa familiar en el pueblo al piso en una pequeña ciudad.

Camille tuvo en su padre el gran apoyo de su infancia. Ese padre que la invitó a soñar, a volar, a dejar libre su creatividad, ese padre que dio todo porque ella triunfase, porque llegase a ser la gran escultora que fue. En su hermano encontró ese gran compañero de batalla, siempre en eterna guerra, siempre dispuestos a guerrear entre ellos y juntos contra todo y todos. Para su madre fue siempre aquella mancha. El vestido polvoriento y dañado. Para su hermana, aquella mujer de la que avergonzarse. El manchurrón en el historial familiar.

La familia se trasladó a París, donde Camille comenzó a estudiar escultura y pronto fue acogida bajo las alas del escultor Auguste Rodin. Pronto se distanció de sus compañeras, para las que la escultura era tan sólo un pasatiempo, estando más interesadas en la vida en sociedad que en el barro y el yeso. En el taller de Rodin se sumergió en un mundo de hombres, la única escultora entre testosterona, polvo y mujeres desnudas. Blanco de burlas, una vez más, ella tan sólo siguió esculpiendo.

Rodin vio en Claudel la gran artista que podría superarlo. Y siempre temió quedar ensombrecido. Atraído por aquella mente, la única capaz de seguirle el ritmo, de entenderlo, de sacarlo de sus bloqueos creativos se convirtieron en amantes. Pero fueron siempre, ante todo, compañeros de trabajo.

La conexión entre ellos fue imposible de disimular y pronto la madre de Claudel no pudo soportar más su vida de libertad y libertinaje. Enfurecida por aquella hija que no traía sino rumores y desgracias a la familia, la echó de casa con cajas destempladas. Camille se refugió en la escultura. Pasó las noches esculpiendo en una vieja casa cochambrosa que Rodin alquiló para ella.

Como cualquier triángulo amoroso, aquella relación se convirtió en un vals de idas y venidas. Tan pronto Claudel desfallecía tallando obras para Rodin, como llena de furia se recluía en su trabajo y lo desafiaba con alguna de sus geniales obras. Camille quiso siempre y ante todo, esculpir. Vivió siempre atrapada entre aquellos encargos comerciales que le quitaban tiempo de desarrollar su creatividad y le garantizaban comida y un techo bajo el que vivir, y la obra que le daba la vida.

Camille Claudel fue una mujer culta, que leyó cuanto libro pasó por sus manos. Siempre ávida de transportar cualquier idea a un bloque de piedra. Trabajó cada hora de luz que le permitía el día, y leyó bajo las velas esperando el siguiente amanecer. Rechazó comida caliente por disponer de yeso o mármol hasta que el cansancio y el hambre se apoderaron de su ser.

Siempre alumna de, hermana de. Siempre vigilante de que alguno de los ayudantes que a duras penas podía permitirse malograra alguna de sus piezas. Así fue como la extenuación, el hambre y la deshonra un día cualquiera la llevaron directa al manicomio durante los siguientes 30 años de su vida. Con una lucidez abrumadora le suplicó a su hermano en múltiples cartas que la sacara de allí. Le habló del frío, del hambre, de los malos tratos. Nunca fue escuchada.

Blank, Irma Blank.

Miras. Distraída y desde lejos. Crees comprender lo que ves. Y entonces te acercas. Una sonrisa se te dibuja en la cara. La fascinación por lo que, pareciendo un simple garabato infantil, se perfila en un tejido entramado delicado, sutil. Sigues mirando aquellos finos hilos dibujados a boli. Como una tela vaquera hecha de vibrante tinta azul. Meses después, vi aquellas lineas rosa en anunciando la exposición de Irma Blank en Bombas Gens y supe que no me la podía perder.

I Am, Here I Am | Frieze

Tras las pesadas puertas de Bombas Gens la obra de Blank tiene su propia banda sonora. La aspereza de la pluma sobre el papel resuena y se vuelve un mantra. Un mantra que se repite sin descanso sobre papel y sobre lienzo.

«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» dijo Wittgenstein, y Blank, nos vacía de contenido ríos y ríos de tinta. Nos vacía el mundo, dejando tan sólo sus pilares: las palabras. Reduciendo las palabras a tan sólo un sonido sobre el papel. El lenguaje ya no teje nuestra realidad. Se vuelve ejercicio, ritual. Las palabras, desconocidas, se superponen creando una realidad que se nos niega, nos excluye y al mismo tiempo nos integra en el sonido de la pluma sobre el papel, en ese olor a libro viejo que se esconde tras el cristal.

Irma Blank nació en Alemania, en 1934. En 1955 se traslada a Italia, donde el choque cultural y lingüístico la empujan al estudio del lenguaje, las palabras y símbolos. La palabra, con su significado exacto, que encorseta y limita la comunicación se vuelve la idea central de su obra. Blank quiere «salvar la escritura de la esclavitud del sentido» y trata por todos los medios de encontrar un punto de partida diferente, una página en blanco.

La minuciosidad obsesiva de su trabajo salta a la vista, de pared en pared. De papel a espejo, de tinta al óleo o la acuarela. La octageneria desembarca por primera vez en España, sigilosa pero innegable. Con el aplomo de una vida entera dedicada al estudio y la creación. Como muchas, ha disfrutado de la plenitud creativa alejada de los focos. El reconocimiento ausente, hasta que, disfrutada la vida entera, ya no hay opción a malograrse. Y, ahora sí, calidad asegurada (muerte próxima, obra completa), es merecedora de la atención y la buena crítica. Quizá algún día apostemos fuerte por mujeres jovenes. Nos arriesguemos a aplaudir a quién pocos años despúes pierda su fuerza (o rescatemos de la miseria la próxima gran artista). Mientras tanto, disfrutaremos de nuestras octagenarias.

Georgia O’Keeffe y el arte de no gustar.

Tras ver cómo la exposición de Invitadas se me escurría como arena entre las manos sin que se levantase el confinamiento perimetral, llegó Georgia O’Keeffe al Thyssen. Saqué entradas y arrastré a mi tribu hasta Madrid.

Con la audioguía cargada y a la hora exacta, cruzamos las puertas de la exposición. La imposibilidad de ver las primeras obras entre tantas cabezas apiñadas me irritó. Acostumbrada como estaba a pasear museos en la soledad de los días laborables, compartir espacio con el gentío de fin de semana me molestaba. La voz pausada con datos vacíos que ya conocía me estaba impacientando, así que de un tirón me quité los auriculares dispuesta a dejarme llevar tan sólo por el color.

Traté de alejarme un poco, buscar un espacio donde, por fin, respirar. Pero era imposible. Aquello había que visitarlo en fila, como en el cole y tratando de no pisar a nadie.

Me ha costado mucho sentarme a escribir este post. Mi enfado con O’Keeffe aún, a ratos, me dura. Sus obras tan vivas y brillantes en Instagram, no me habían sacado ni media sonrisa. Reviso las fotos que yo misma hice aquel día, y veo en ellas una belleza que aquél día no sentí. Ojeo el catálogo que casi no compré (¡gracias por insistir, familia!), tal era mi decepción y enfado. El libro es una joya llena de información, referencias y fotos de altísima calidad que te atrapan al instante. Aún así, no me abandona el mal sabor de boca.

Siendo a penas una niña, O’Keeffe decidió que sería pintora. Se dedicó con tesón a conseguirlo, convirtiéndose en una alumna aplicada, una alumna modelo en su escuela de arte. Fue reconocida por su técnica y precisión, pero pronto se dio cuenta de que aquello no bastaba.

Todo se había hecho ya. Todo se había hecho mejor. Abatida, se dedicó a dar clases de arte en la universidad de Virginia mientras seguía pintando, ahora para si misma. Estas imágenes sin pocas pretensiones, al carboncillo y sin color le proporcionaban un placer que no pudo más que compartir con su amiga Anita Pollitzer. Pollitzer le hizo llegar estos dibujos a Alfred Stieglitz, fotógrafo y galerista del momento.

Las pequeñas obras maravillaron a Stieglitz, quien al poco tiempo, le ofreció a O’Keeffe su primera exposición individual. Stieglitz se convirtió con los años en su pareja y gran apoyo. La popularidad y éxito de la obra de O’Keefe ya nunca dejó de crecer.

La naturaleza es la protagonista de sus cuadros. Paisajes, flores, skylines. Su capacidad para poner el foco en la belleza de cada lugar y desdibujarlo hasta llegar a su esencia hacen que su obra sea fácilmente reconocible. Sus imágenes, vibrantes, no escaparon a la reinterpretación de la mirada masculina: aquellos que veían órganos sexuales en cada cuadro que pintaba no dejaron de incomodarla. O’Keeffe trató de evitar comentarios soeces abandonando la abstracción, pero el que quiere sexo, sexo encuentra.

Pese a todo, Georgia O’Keefe había encontrado su voz y no dejó que nada, ni siquiera la incomodidad, la silenciase.

Cecily Brown.

Descubriendo a Brown.

Compré el libro porque se acababa de publicar. Esperé, de hecho, a que saliera a la venta. Me llegó a casa

Teenage wildlife 2003. Cecily Brown.

en un momento de máximo estrés y trabajo. Un primer vistazo me sorprendió. Creía conocer las obras desdibujadas de Cecily Brown. Su Instagram me mostraba casi a diario cuerpos entrelazados y brochazos enérgicos. Conocía, en parte, su método de trabajo: había escuchado su entrevista con Kate Hessel. Así que la gran cantidad de penes y vaginas juntándose, separándose, fluyendo de unos a otros que me esperaban entre las páginas del libro me sorprendió.

No ha sido hasta 5 meses después de aquél primer encuentro que me he decidido a leerlo. Pese a su tamaño poco portable, lo he llevado en el bolso durante semanas. Leyendo a escondidas en el metro, como quien lleva la Playboy encima y finge leer los artículos. Escuchando una entrevista para el Lousiana Channel en YouTube, me imagino leyendo en el metro como la pequeña Brown miraba libros de Francis Bacon, a escondidas de su madre.

Su carrera

Cecily Brown es una artista británica afincada en Nueva York. Su proceso de formación artística estuvo marcado por la necesidad de justificar y defender sus elecciones. Rechazar medios e instalaciones más modernos a favor de la pintura al óleo, o permanecer a caballo entre figuración y abstracción cuando parece haberse hecho ya todo en ambos ámbitos… Su carrera despegó a pesar de la opinión de muchos. Rodeada de crítica misógina que la acusaba de usar su sexualidad como marketing, Cecily

We didn’t mean to go to the sea. 2018, Cecily Brown.

Brown se hizo un hueco en el mercado y en los museos.

Sus cuadros no son de lectura fácil. Hipnóticos a simple vista esconden referencias culturales en sus múltiples capas de pintura. Desentrañar expresiones, matices de color, y alegorías puede resultar como el más difícil problema matemático. Y quizá esa es su magia. Ser como una buena cerveza fría: que a todos gusta, y permite a sibaritas convertir un placer terrenal en uno intelectual. Tostada. De trigo. Con aroma a miel, las redondeces de Rubens o los verdes de Monet.

En septiembre de 2020 Brown expuso en el palacio Blenheim, convertido desde 2014 en lugar de exposición de los más grandes artistas de nuestro tiempo: Ai Weiwei, Jenny Holzer o Maurizio Cattelan (cuya instalación de un váter de oro macizo revolucionó la prensa, pero no más que su posterior robo) entre otros. Además fue la primera en crear sus obras expresamente para el lugar. En plena pandemia y sin poder viajar desde su residencia en Nueva York a Blenheim para la instalación de las obras. El maridaje entre las obras clásicas del palacio barroco, la historia de las paredes que vieron nacer al presidente Winston Churchill y las impresionantes obras de Brown fue perfecto.

Brown, para pesar de muchos, se ha convertido en una de las artistas contemporáneas con mayor proyección internacional. Sin renunciar a nada. Sin perder un ápice de libertad.

Mona Hatoum.

Mona Hatoum es una artista británica nacida en Líbano. No. Una artista palestina residente en el Reino Unido. Sus padres abandonaron Palestina, huyendo de la guerra, pocos años antes de que ella naciera. A sus 23 años, la guerra estalló en el Líbano. Hatoum se encontraba entonces en Londres, de viaje de estudios, y la guerra la atrapó en aquel país extraño que se convirtió en su hogar. Su obra está marcada por la amenaza de lo cotidiano. La guerra latente bajo la superficie, esperando hacer saltar la vida por los aires. Su vida. La de ellos. Pero también la nuestra. La tuya. La mía. Pero yo no sabía todo esto cuando fui a ver su exposición en el IVAM.

Había visto aquella esfera con luces rojas de neón dibujando el contorno de los continentes. Como una lámpara infantil, inocente, pero mucho más grande y…¿amenazadora? La había visto. No conocía mucho más, pero tampoco sentía la necesidad. Aún así, tener una exposición mujer artista de este calibre tan cerca de casa y no ir… me parecía impensable.

Atravesé las puertas tintadas que daban paso a la exposición y lo que vi me hizo sonreír. Me acerqué a la cartela y la explicación me conmovió. Me encontraba ante un montón de vigas de acero. Pero no se me escapaba que aquello no era tan solo acero. Una ciudad en miniatura se encontraba atrapada en aquella sala. Al instante miles de imágenes me vinieron a la cabeza. Secciones de edificios tras la caída de una bomba. Agujeros de metralla. La cartela le puso nombre a lo que veía: la ciudad natal de Mona Hatoum. Una ciudad herida por la que pasear. Sin el polvo, la sangre y los gritos: limpia. Como una radiografía que muestra la fractura pero no la herida.

Seguí avanzando y me encontré un botiquín. Brillante y colorido. Lleno de granadas de mano de cristal de Murano. Preciosas y frágiles. Me di la vuelta y un mosaico de pequeñas losetas en el suelo llamó mi atención. Cada pequeña loseta, hecha de aceite de oliva, tenía pintado un mapa. Una vez más la cartela me dio la clave: los límites del territorio palestino el año 1947. Como pequeñas islas indescifrables. Borradas por el mar. Ignoradas por Israel y el mundo.

Entendemos el mapa geopolítico como algo estable. Estudiamos listados de nombres de países con sus capitales. Y el cambio constante nos pasa desapercibido. El movimiento de placas tectónicas, las guerras, el cambio climático. Quizá el aleteo de una pequeña mariposa. Todo puede cambiar los mapas tal y como los entendemos. A mi espalda, un mapa hecho de canicas de cristal. Susceptible a las vibraciones de los pasos de los visitantes y el tráfico de la ciudad a pocos metros. Cambiando poco a poco, sin que nos demos cuenta.

La esfera inmensa con las luces de neón. Un mapa de la proyección de Peters. Literas vacías. Y de repente un rallador inmenso. Amenazante. La idea absurda, casi surreal, de rallar personas en esos inmensos artilugios de dos metros. Sentirte como un tomate maduro sobre el banco de la cocina. Como la idea, surreal, de que tu casa no sea más no sea un sitio seguro, sino una diana más, en un tablero de juego fuera de tu control.

Cierro la exposición con ese mágico cubo flotando a diez centímetros del suelo. Bonito. Mágico. Que cuando te acercas revela que la realidad está hecha de otra pasta. De concertina. Y que nada, nada, es lo que parece. Marcho a casa con muchas reflexiones en el bolsillo y ganas de googlear una gran artista. Mona Hatoum.

Grace Hartigan.

La historia de Grace comienza como la de muchas otras mujeres en la época. Crece en un ambiente protegido, que potenciaba su imaginación y creatividad, la gran depresión le impide ir a la universidad y comienza a trabajar muy joven. Chica conoce chico, se casan y se mudan a California donde ella intenta ser actriz…. pero no le gusta y además se queda preñada. Un poco perdida, sin objetivo, su marido la anima a pintar. Y de repente la guerra.

Con un hijo pequeño, su marido en el frente y ella viviendo en casa de los suegros sin poder pintar, Grace, como muchos pintores de la época, comienza a trabajar como delineante. Allí, entre pintores, descubre la obra de Matisse y la escuela Isaac Lane Muse donde seguir su formación artística.

La guerra termina y su marido no regresa: ha conocido a una holandesa. Decidida a triunfar como pintora Grace se muda al centro artístico del país: Nueva York. Tres años despues, en 1948, descubre la obra de Jackson Pollock y queda maravillada. Su maestro y amante Ike Muse le prohíbe pasarse a la abstracción: tarjeta roja amigo, nadie le dice a Grace Hartigan qué debe o no debe hacer.

Su admiración por Pollock es tal que decide ir a su casa en Springs a conocerlo. Lo hace acompañada por su nuevo novio el pintor Harry Jackson, quien en un alarde de inseguridades le ruega que oculte que ella también es pintora: quiere ser él el centro de atención. Pero Lee Krasner los cala en el primer segundo y la atención recae sobre el trabajo de Hartigan. Animada por los Pollock conocerá a Bill de Kooning, quien será su maestro.

El año 1950 una obra de Grace es seleccionada para la exposición New Talent de la galería Kootz, la tarjeta de presentación de una nueva generación de expresionistas abstractos. Tan sólo 3 años después Hartigan se convierte en la primera artista de la segunda generación en tener una obra expuesta en un museo. Un año después colgó el cartel de Sold Out en su exposición en solitario en Tibor de Nagy: ese año ganó 5.500$ vendiendo su obra, cantidad nada despreciable si la comparamos con los los 7.000$ que ganó ese mismo año Bill de Kooning.

Tras conseguir el reconocimiento más absoluto con sus primeros trabajos abstractos, Grace decide volver a la figuración. Tomar el arte clásico como punto de partida y llevarlo a su terreno. Lo hará varias veces en su vida, siempre como fórmula de reencontrarse, reinventarse, ir más allá.

Su vida personal estuvo marcada por numerosos altibajos: siempre buscando el compañero ideal, que comprendiera y respetara su trabajo; tropezando múltiples veces con hombres que esperaban convertirla en la esposa tradicional que no era, hombres que le mentían ocultándole deudas o enfermedades; siempre dividida por el amor a su hijo y la culpa por apartarlo de su vida para poder pintar. A pesar de múltiples depresiones y varios intentos de suicidio, Grace siempre renacía renovada y lista para plasmar cuanto sentía en un lienzo.

Su vida profesional, en cambio, fue un ascenso constante. Aclamada por la crítica, adorada por la prensa. Su obra se internacionalizó, en parte gracias al trabajo de su amigo Frank O’Hara (un incondicional, muchos dirían que su alma gemela). Se convirtió en la directora de la escuela de pintura Hoffberger de la universidad de Maryland, donde trabajó hasta su muerte en 2008.

Elaine de Kooning.

Elaine fue una mujer libre cuya personalidad arrolladora la convertía sin esfuerzo en el centro de atención allá donde iba. Artista, profesora en múltiples universidades, organizadora de múltiples protestas (contra la pena de muerte, por los derechos civiles, feminista…), retratista de Kennedy, crítica de arte… Trabajadora incansable, sobresalía en todo cuanto hacía. Fue también el espejo en que se miraron las mujeres de la siguiente generación del expresionismo abstracto.

Sentada en el metro, con sus gruesos manuales de universidad sobre las rodillas. Así es como la imaginamos en su juventud. Pero Elaine había abandonado la universidad. Decidida a ser pintora, viajaba en metro de casa a la Leonardo Art School. En cambio, su curiosidad insaciable le impedía abandonar aquellos libros.

Desde muy pequeña su madre le había impuesto una educación muy estricta. Elegía minuciosamente sus lecturas y la llevaba a museos donde copiar obras clásicas. La pequeña Elaine creció creyendo que las mujeres podían llegar tan alto como los hombres. Su madre, ante todo, quiso enseñarla a ser libre.

Pero la libertad es un jarabe amargo. Elaine y sus hermanos lo descubrieron cuando, denunciada por sus vecinos, la madre fue internada en un psiquiátrico. Desatender las tareas propias de tu sexo tiene un precio, en los años 20 era el manicomio.

Y Elaine aprendió la lección. Decidió ser libre y jamás dejarse atrapar. A partir de este momento vivió su vida según sus propias normas.

Tras terminar su aprendizaje en arte clásico comenzó su formación real-socialista en la American Art School, asociada al partido comunista. En esta época conoció a su inseparable amiga Ernie y poco tiempo después al que se convertiría en su marido, Bill de Kooning.

De Bill recibió clases de pintura que la introdujeron en la abstracción. Enamorado de ella, Bill la presentó a sus amigos. Junto a Gorky (amigo inseparable de él), pasearon incontables museos descubriéndole a la joven Elaine que no había que estar muerto para exponer en uno de ellos. En 1939 cuando ella alcanzó la mayoría de edad (21 años) abandonó el tranquilo hogar familiar en las afueras para vivir en Chelsea con Bill.

Chelsea la enseñó a vivir sin roles por lo que no es de extrañar que ni siquiera tras casarse con Bill el año 1943 aprendiese a cocinar: no estaba entre sus prioridades. No se dejó absorber por «la vida de casada». Extrovertida como era siguió haciendo nuevos amigos, cultivando nuevas pasiones y construyendo una vida al margen de Bill. Una de estas relaciones fue con Edwin Denby, crítico del Herald Tribune, quien la llevaba al ballet siempre que le sobraba una entrada.

Edwin la enseñó a escribir y desarrollar su propia voz. Gracias al aprendizaje que hizo con él, pocos años después comenzaría a trabajar como crítica de arte para Tom Hess en ARTnews. Quién mejor que una pintora para explicar qué era el expresionismo abstracto. Visitó innumerables talleres de artistas, y llegó a convertirse en una figura central del mundo del arte. Sin su trabajo, jamás se hubiese popularizado la llamada «escuela de Nueva York».

Las convenciones sociales y los chismorreos no la detuvieron cuando decidió centrar su trabajo en el retrato de hombres. Tampoco cuando antepuso su carrera a la maternidad y decidió abortar. Bill fue siempre su familia, su refugio, su apoyo incondicional. Pero amantes… amantes tuvo cuantos quiso, sin que ninguno de los dos se planteara nunca disolver su matrimonio. En cambio, el alcoholismo de Bill sí los distanció, y supuso para Elaine una señal de que debía centrarse en su trabajo, etapa que culminó con su primera exposición en solitario el año 1954 en la Stable Gallery.

Además de por sus enérgicos retratos, Elaine es conocida por su serie de abstracciones a partir de imágenes deportivas y por sus coloridos cuadros acerca de las corridas de toros que presenció en México.

El encargo más importante de su carrera llegó sin duda cuando le fue requerido retratar a Kennedy, que fue asesinado mientras ella trabajaba en su cuadro. La muerte de JFK conmocionó a Elaine.

Estuvo un año sin pintar y empezó a consumir alcohol de forma preocupante. Pero su hermana la hizo reaccionar antes de que el problema llegase a mayores. Elaine renació de sus cenizas con un nuevo proyecto: ayudar a Bill a superar su alcoholismo. Después de muchos años distanciados, enfrentaron el final de sus vidas juntos (y sobrios). Elaine falleció de cáncer de pulmón a los 70 años, dejando atrás un Bill vacío de recuerdos y un legado imborrable.

Lee Krasner.

Ojeo el catálogo de la exposición «Lee Krasner. Color vivo». En muy pocas horas he cambiado el magnetismo de las obras que te atrapan en la proximidad, por el delicioso olor a libro nuevo. Si cierro los ojos aún me veo en la sala (quizá demasiado oscura) del Guggenheim, con todas mis altas expectativas superadas, feliz. No me quise ir. Recorrí la exposición entera un par de veces. Me hubiera quedado a vivir.

Another Storm, 1963

Lee Krasner nació en Brooklyn el año 1908. Procedente de una familia de judíos emigrantes rusos, tuvo claro desde niña que quería ser pintora. Recibió una formación artística excepcional para la época: fue al único instituto de mujeres con un programa artístico, a la escuela de arte para mujeres Cooper Union, a la National Academy of Design y finalmente (en el año 1937) estudiaría con Hans Hoffman.

Fue una mujer decidida, enérgica, implicada políticamente que vivió, durante su juventud, un momento histórico esperanzador. En 1920 se otorgó el derecho a voto a las mujeres en EE.UU. En 1929 se inauguró el MoMA, que puso a su alcance obras del mejor arte moderno: Picasso, Matisse, Cézanne, Rodin… En 1935 para combatir los efectos devastadores de la Gran Depresión tras el crash de Wall Street (1929), se creó el Federal Art Project, un proyecto con el que el gobierno encargaba trabajos a los artistas (elaborar murales, ilustrar fósiles,…) facilitándoles así la subsistencia.

El Federal Art Project trajo consigo dos maravillosas revelaciones: por un lado, supuso que los artistas tomaran consciencia de ser una comunidad; por otro, demostraba la validez de las mujeres como artistas profesionales, puesto que una quinta parte de ellos eran mujeres que además recibían el mismo sueldo.

Por su parte, Lee trabajó como camarera en el John Reed Club (punto de reunión de los intelectuales asociados al partido comunista) donde conoció a artistas tan importantes como Gorky, de Kooning o John Graham. Su personalidad resolutiva y decidida la llevó a participar activamente en la estructura del partido, del cual se desligó lentamente a final de los años 30.

Su ruptura con el partido se debió a las directrices real-socialistas que este tomó: los cuadros no eran sino medios para la crítica social, mientras que Lee prefería manifestar en ellos sus propias inquietudes. Su formación en cubismo/abstracción en la escuela Hans Hoffman sin duda tuvo mucho que ver con ello, ya que para ella supuso el punto de partida en la búsqueda de un estilo propio.

La guerra civil española en los periódicos, el bombardeo de Guernica (1937), ataques a la comunidad judía en Alemania que ya hacían sospechar que algo no iba bien, la Kristallnacht (1938)… el debate sobre cuál es el papel de un artista durante la guerra no hacía más que empezar. Pronto, tras el ataque a Pearl Harbor (diciembre, 1941) muchos artistas se alistarían en el ejercito mientras que otros a través de la cultura, tratarían de demostrar que la humanidad no estaba perdida.

La primera exposición profesional de Krasner sería un acto de protesta: Pink-slips over culture. Los pink-slips eran unos papeles rosa que indicaban que el despido de un trabajo. Con esta exposición los artistas protestaban ante la amenaza del cierre del Federal Art Project.

En noviembre de 1941 John Graham invitó a Lee a participar en la exposición «French and American Painting», cuyo objetivo era unir el gran arte europeo (Braque, Picasso, Derain…) y el novedoso arte americano (Pollock, de Kooning y Krasner, pioneros del expresionismo abstracto). Krasner, que controlaba todo el panorama artístico y de quien muchos afirmaban tenía el «mejor ojo» del momento, no conocía a Pollock, quien era un gran desconocido (y completamente asocial) en el momento.

Pero esta situación no duró mucho tiempo. Krasner visitó el estudio del que sería su marido, vio su trabajo y supo que estaba ante algo excepcional. A partir de ese momento convertir a Pollock en alguien conocido se volvería una de sus prioridades. También sería el comienzo de una relación de admiración y adoración mutua por desgracia cimentada en las inseguridades, el machismo y el abuso destructivo del alcohol de él.

Los años de la guerra fueron complicados para Lee. La muerte de su padre, de Piet Mondrian (gran amigo y admirador de su obra), la boda con Pollock (y su primera crisis matrimonial después de que él descubriera que ella no quería ser madre), la mudanza a Springs en busca de paz (y aislamiento social tratando de evitar las temibles borracheras de Pollock), … Todo ello bien adrezado con penurias económicas llevaron a Krasner a un bloqueo artístico del que saldría realizando mosaicos y pinturas inspiradas en jeroglíficos. Así serían sus siguientes años de matrimonio: épocas duras que la bloquearían artísticamente de las que renacería reinventándose una y otra vez.

La turbulenta relación con Pollock terminó en 1956 cuando este falleció en un accidente de tráfico (conducía borracho con su amante y una amiga de esta que también falleció). Enérgica y decidida como siempre había sido, tomo el estudio de Pollock como propio y trabajó sin descanso el resto de su vida. El éxito le llegó, sin duda, aunque quizá tarde y más descafeinado de lo que merecía: el expresionismo abstracto estaba «a la baja» y el papel de las mujeres en el arte mucho más.

Lee Krasner falleció el 19 de junio de 1984, tan sólo 6 meses antes de que se estrenase su retrospectiva en el MoMA.

Ninth street women.

«Cuando comencé a leer este libro, tan sólo me sonaba el nombre de Lee Krasner. No sabría decir con exactitud cómo ese nombre llegó a mí. Conocía a Pollock desde hacía poco: acababa de leer «¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno» de Gompertz. Y es cierto que Gompertz dice literalmente «…junto a su esposa la también artista Lee Krasner» pero como podéis imaginar, aquella frase resbaló por mi memoria y acabó en la basura. «

Ninth Street Women: Lee Krasner, Elaine de Kooning, Grace Hartigan, Joan Mitchell, and Helen Frankenthaler: Five Painters and the Movement That Changed Modern Art.

Cuando comencé a leer este libro, tan sólo me sonaba el nombre de Lee Krasner. No sabría decir con exactitud cómo ese nombre llegó a mí. Conocía a Pollock desde hacía poco: acababa de leer «¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno» de Gompertz. Y es cierto que Gompertz dice literalmente «…junto a su esposa la también artista Lee Krasner» pero como podéis imaginar, aquella frase resbaló por mi memoria y acabó en la basura.

Es un libro largo. 700 páginas de historia acompañadas de otras doscientas de bibliografía, fotos, etc. Como si de una tesis doctoral se tratara todo está bien referenciado y respaldado con datos: nada queda a la imaginación o la literatura. Pero al mismo tiempo es fluido, ligero, emocionante. Una reconstrucción perfecta con el mejor dolby surround.

Mary Gabriel no ha separado la nata del bizcocho. Mary Gabriel ha cogido el trozo entero del pastel. No habla de 5 mujeres del expresionismo abstracto, reescribe LA historia. Porque es imposible hablar de Pollock sin entender a Krasner. Igual de imposible que entenderlos a todos sin comprender el momento histórico y social.

Este libro nos presenta mujeres brillantes, jóvenes, que marcan una época y definen los términos en que quieren vivir su vida. Beben, fuman, pasan del momento ausonia (véase «fina y ligera»), se acuestan con quien quieren y sobre todo pintan. Pintan sin descanso. Rompen los esquemas y redefinen los estilos.

Pero también son de carne y hueso. Sufren. Se enamoran. Caen en relaciones tóxicas que las consumen. Y, pese a su absoluta libertad y fuerza, viven momentos en que inevitablemente su género las define. Deben afrontar la maternidad o la ausencia de ella. Las expectativas de aquellos que esperan que sean esposas convencionales. La responsabilidad de los cuidados de padres, hijos o maridos enfermos.

Son mujeres. Y no tienen la tarjeta del Monopoly «Quedas libre de la cárcel». El mundo no se rinde a los pies del «gran artista». Son mujeres… Y aún así no se doblegan. Ante el silencio de la crítica. Los chismorreos sobre su vida. El hambre o la falta de reconocimiento. Siguen pintando. Porque esa es su misión. Y su legado.

Un imprescindible. Debería haber un libro como este de cada pequeño periodo de la historia. Un libro del que empaparse. De los que al terminar quieres volver a leer. También el punto de partida para los próximos posts de este blog: muchas grandes mujeres que conocer… ¿os las vais a perder?