Mona Hatoum.

Mona Hatoum es una artista británica nacida en Líbano. No. Una artista palestina residente en el Reino Unido. Sus padres abandonaron Palestina, huyendo de la guerra, pocos años antes de que ella naciera. A sus 23 años, la guerra estalló en el Líbano. Hatoum se encontraba entonces en Londres, de viaje de estudios, y la guerra la atrapó en aquel país extraño que se convirtió en su hogar. Su obra está marcada por la amenaza de lo cotidiano. La guerra latente bajo la superficie, esperando hacer saltar la vida por los aires. Su vida. La de ellos. Pero también la nuestra. La tuya. La mía. Pero yo no sabía todo esto cuando fui a ver su exposición en el IVAM.

Había visto aquella esfera con luces rojas de neón dibujando el contorno de los continentes. Como una lámpara infantil, inocente, pero mucho más grande y…¿amenazadora? La había visto. No conocía mucho más, pero tampoco sentía la necesidad. Aún así, tener una exposición mujer artista de este calibre tan cerca de casa y no ir… me parecía impensable.

Atravesé las puertas tintadas que daban paso a la exposición y lo que vi me hizo sonreír. Me acerqué a la cartela y la explicación me conmovió. Me encontraba ante un montón de vigas de acero. Pero no se me escapaba que aquello no era tan solo acero. Una ciudad en miniatura se encontraba atrapada en aquella sala. Al instante miles de imágenes me vinieron a la cabeza. Secciones de edificios tras la caída de una bomba. Agujeros de metralla. La cartela le puso nombre a lo que veía: la ciudad natal de Mona Hatoum. Una ciudad herida por la que pasear. Sin el polvo, la sangre y los gritos: limpia. Como una radiografía que muestra la fractura pero no la herida.

Seguí avanzando y me encontré un botiquín. Brillante y colorido. Lleno de granadas de mano de cristal de Murano. Preciosas y frágiles. Me di la vuelta y un mosaico de pequeñas losetas en el suelo llamó mi atención. Cada pequeña loseta, hecha de aceite de oliva, tenía pintado un mapa. Una vez más la cartela me dio la clave: los límites del territorio palestino el año 1947. Como pequeñas islas indescifrables. Borradas por el mar. Ignoradas por Israel y el mundo.

Entendemos el mapa geopolítico como algo estable. Estudiamos listados de nombres de países con sus capitales. Y el cambio constante nos pasa desapercibido. El movimiento de placas tectónicas, las guerras, el cambio climático. Quizá el aleteo de una pequeña mariposa. Todo puede cambiar los mapas tal y como los entendemos. A mi espalda, un mapa hecho de canicas de cristal. Susceptible a las vibraciones de los pasos de los visitantes y el tráfico de la ciudad a pocos metros. Cambiando poco a poco, sin que nos demos cuenta.

La esfera inmensa con las luces de neón. Un mapa de la proyección de Peters. Literas vacías. Y de repente un rallador inmenso. Amenazante. La idea absurda, casi surreal, de rallar personas en esos inmensos artilugios de dos metros. Sentirte como un tomate maduro sobre el banco de la cocina. Como la idea, surreal, de que tu casa no sea más no sea un sitio seguro, sino una diana más, en un tablero de juego fuera de tu control.

Cierro la exposición con ese mágico cubo flotando a diez centímetros del suelo. Bonito. Mágico. Que cuando te acercas revela que la realidad está hecha de otra pasta. De concertina. Y que nada, nada, es lo que parece. Marcho a casa con muchas reflexiones en el bolsillo y ganas de googlear una gran artista. Mona Hatoum.

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